Como lo bonito es el muleteo y todo lo demás es feo y desagradable, lo mejor es que el toro salga ya del chiquero preparado y a punto. ¿Para qué darle el sablazo y ponerle banderillas a la vista del público, si esto no tiene interés, ni emoción, ni belleza?
Figuraos lo que sería la fiesta, desarrollada como yo propongo. El paseo de las cuadrillas lo harían dos alguacilillos seguidos de los tres matadores y un arenero. Sin suerte de banderillas, no hacen falta banderilleros. Sin suerte de varas, sobran picadores y monosabios. Saliendo el toro ya hecho polvo, no hay trabajo para los carpinteros. Y con un arenero basta para barrer los desahogos de un toro sin fuerzas para nada.
Cambiada la seda por el percal, sonaría el clarín, se abriría el chiquero y saldría el toro. ¡Que hermosa salida! Nada de esa bestial irrupción impetuosa de una fiera en toda su pujanza. No. ¿Imagináis lo que será la aparición del toro pausado , macilento, con la sangre hasta la pezuña, adornado ya con las banderillas, preparado ya para la hermosa faena de muleta? ¿Os daís cuenta de las ventajas que supone el que todo esté hecho, sin lo desagradable de hacerlo a la vista del público?
Y el matador, entonces, a ponerse de espaldas al toro; y a sacar la muleta por los sitios más insospechados; y a mirar al tendido; y a dar manoletinas; y a tumbarse en el suelo, tirando a un lado la muleta y al otro el estoque de madera...
Y, así, las seis faenas de muleta seguidas. Y el público encantado, viendo lo único que quiere ver. Sin suerte de varas. Sin tercio de banderillas. Sin toro...
¡Y viva la fiesta taurina!